Ya hace mucho tiempo, seguramente más
del que uno quisiera, que me calcé por casualidad, por oficio, por accidente o
por obligación, las botas del instructor.
Y solamente la terrible sensación de responsabilidad me sumió en un
bloqueo absoluto. No tenía miedo
escénico, jamás lo he tenido, y mi sentido de la vergüenza lo tenía muy bien
controlado. No entendía que era eso de
ser instructor de 120 hombres. ¿A caso
debería emular el buen hacer de mis profesores? ¿Tal vez tendría que repetir
los mantras de mis instructores? ¿Podía improvisar o debería seguir un guion
preestablecido?... Demasiadas preguntas para una persona que apenas había
cumplido dos décadas de caminar por este mundo.
He de reconocer que mis dudas me
sirvieron para realizar una profunda reflexión, y todo me llevó a una sola
cosa, “responsabilidad”. Nunca pensé es
si yo sabía lo suficiente (obviamente no, ni entonces ni ahora se lo suficiente
para catalogarme título alguno, por más que cien papeles de cien cursos,
talleres, monográficos o actividades me puedan “validar” como una cosa u
otra. Ni siquiera la experiencia de casi
30 años con las botas puestas, y habiendo pisado mil sitios y habiendo tenido
mil experiencias de las fáciles a las extremas), sólo pensaba en la tremenda
misión que me había recaído, el tener que transmitir una serie de
conocimientos, que si bien controlaba, sabía… No estaba seguro de saber
“transmitirlos”.
Responsabilidad y transmitir…. Vaya dos
palabras, vaya nudo en el estómago (que aún hoy recuerdo). Y allí me planté, en un campo abierto, bajo
un sol de justicia, con botas apretadas, con camisas sudadas, con peso en los
hombros, en las manos, y en el espíritu. Ya no recuerdo con exactitud los
rostros de aquellos que me escuchaban, y tomaban notas (los más avezados), pero
sí que recuerdo los ojos de ese centenar de personas clavados en mí. Mirase a donde mirase, había ojos, y ojos…. Y
al lado de los ojos, orejas (2 nada menos por persona), así que en ese momento
entendí que ya no había ni retirada, ni tiempo para titubear, porque todo
aquello que yo decía o iba a decir y mostrar, se iba a quedar pegado en el
fuero interno de cada uno de aquellos hombres.
Y daba igual si mis palabras tenían sentido, si eran acertadas, si era
verdad o era un cuento chino, si era una coreografía inventada, o se trataba de
un técnica depurada. Supe que todo lo
que dijera, aquellos la iban a tomar como palabra divina.